La semana pasada en la clase de Introducción a la investigación filosófica discutimos en el grupo qué era la filosofía y que hace el filósofo. Para ello, previamente, les había dado a leer textos de Derrida, Lyotard, Badiou, Onfray y Ortega y Gasset, para tener algunos referentes para la discusión. A partir de ellos, casi de inmediato, saltó a discusión que la filosofía era un modo de vida; es decir, una actividad que se desarrolla no en un lugar determinado, ni en un espacio y tiempo concreto, sino que ocupa la totalidad de la vida de aquel que decide hacerse filósofo. Una idea que nos viene de la antigüedad, a través de las vidas de los filósofos, pero que permanece en el ideal colectivo de lo que es la filosofía.
Después los invité a pensar en vidas filosóficas que nos podrían servir de modelo. Para mi sorpresa, no hubo muchas. Alguien mencionó a Carlos Pereyra porque había llevado su trabajo filosófico a la esfera pública como militante del Partido Comunista y de otras organizaciones políticas, y como analista político en artículos de opinión en diversos medios. Más tarde, una de mis alumnas propuso a Simone de Beauvoir, pero fue muy enfática en señalar que siempre y cuando no tuviera que tener su vida amorosa.
Su puntualización sobre la vida de Simón de Beauvoir me pareció reveladora de una tensión existente en la manera de concebir al filósofo. Si bien la filosofía se nos ofrece como una forma de vida, la forma de vida del sabio, a la hora de examinar con detalle la vida de los filósofos parecen todo, menos ejemplares y sabias.
Piénsese si no en J. J. Rousseau abandonando a sus hijos, en Russell y su trato a las mujeres, en la vida de Kant retratada por De Quincey, por solo escoger solo un puñado de las vida filosóficas que no me entusiasman mucho. En todos los casos, la vida del filósofo parece volverse en contra de tener un vida filosófica.
En el curso de posgrado que Teresa Rodríguez y yo hemos impartido este año, dedicado a la vida filosófica, y en la que nos detuvimos a examinar la vida de Aristóteles contada por Diógenes Laercio y Leonardo Bruni, y la vida de Wittgenstein contada por Ray Monk, hemos reflexionado mucho a propósito de lo filosófico de las vidas filosóficas. Es decir, sobre qué hace a una vida ser filosófica. La conclusión, simple, es que eso filosófico es una representación. Todas las vidas filosóficas siguen una estructura más o menos común que en la que, en apariencia, está estaría constituida por una serie de acontecimientos en los que se expresa una idea, una máxima, que se sintetiza el pensamiento del filósofo.
¿Hasta dónde esta representación de la vida filosófica es una cadena que nos impide pensar más allá de ella? ¿Existe la posibilidad de pensar la actividad filosófica sin la atadura de una vida? ¿Es esta posibilidad de pensar el quehacer filosófica desligado de la aventura vital, un mode de representar el lugar de la filosofía? Son preguntas, claro, que esperan respuesta.