En julio tuve la oportunidad de visitar Amsterdam y el Rijksmuseum. Nunca había estado en la ciudad y no conocía, por lo tanto, el museo. Además de mi interés por recorrerlo y apreciar las piezas que se encuentran en él, tenía una curiosidad especial en dos cosas: las pinturas de Rembrandt que son espectaculares, en particular La ronda de la noche, del que había visto ya, numerosas veces el documental de Peter Greenaway, Yo acuso, y la propuesta hecha por los filósofos ingleses Alain de Botton y John Armstrong, de ofrecer una comprensión de ciertas obras de arte “por los efectos terapéuticos que pueden tener y las respuestas a las grandes preguntas de la vida que pueden dar”.
De las primeras es poco lo que voy a decir. Me impresionaron muchísimo pues, como ocurre con las pinturas que forman parte de ti desde siempre y que no has tenido la oportunidad de verlas directamente, su aparición como un objeto real delante de ti, con sus proporciones, su textura, el espacio y el lugar en que se encuentran, transforma por completo la impresión que tenías de ellas. En cierta forma, imagino que las engrandecen, porque es posible apreciar el trabajo humano puesto directamente sobre ellas, con sus perfecciones e imperfecciones, con sus formas deslumbrantes y sus misterios. Y aunque La ronda de la noche me dejó maravillado, Los síndicos me causó, junto con La conspiración de Claudio, un entusiasmo particular, tal vez porque no las tenía tan presentes y no imaginaba el efecto que podían producir.
De lo que quisiera hablar más, sin embargo, es del proyecto de Allan de Bottom y John Armstrong. De Bottom es un filósofo exitoso desde el punto de vista mediático y empresarial, impulsor de una institución que se llama de School of life y de otra que se llama Living arquitecture, en las que ha sabido traducir la filosofía para convertirla en un instrumento para la vida cotidiana, algo que oscila entre la terapéutica y la moral en su sentido más clásico. Su actividad parece definir una de las rutas de supervivencia de la filosofía en nuestros tiempos, reintegrando la sabiduría al plano de la existencia particular y regular de todos los hombres, con su correspondiente componente de marketing y new age.
La propuesta para el Rijksmuseum, sugerente desde muchos puntos de vista, tiene el valor de utilizar el museo y el arte, como una forma de introducir el discurso filosófico en el espacio cotidiano, intentando transformar la experiencia de la contemplación de la obra de arte, de su pura apreciación mediada por el discurso didáctico del museo, en algo más. En principio, en una oportunidad para reflexionar sobre el acontecer de la propia vida, a partir de aquello que la obra dice y representa. Asumiendo, de cierto modo, que en la pintura hay lecciones de vida, representaciones de sabiduría y experiencia, cuya comprensión puede ser un estímulo para conducir la vida hacia una vida buena.
El experimento, o la aventura, es difícil saber como llamarlo, no tuvo sin embargo, una ejecución tan estimulante como hubiera pensado. Traducida en grandes papeles amarillos pegados en muchas partes de lobby del museo, y a un lado de los cuadros “terapéuticos”, como se ve en la imagen que acompaña este post, muchos de ellos ya desprendidos o doblados, ofrecían un espectáculo poco atractivo a la vista y poco claro al visitante, yo tardé un rato en entender de qué se trataba. En el fondo, parecían anuncios del conserje señalando problemas, faltas o desperfectos, improvisados en el último momento.
Pero no sólo el contraste entre la obra y el enorme cartón lleno de letras volvía extraña la experiencia. La reflexión desplegada en los papeles amarillos era extensa, a veces complicada de seguir y muy a menudo condescendiente. De hecho, la intervenciones repetían el tono “educativo” o “didáctico” tan característica del museo, sólo que este no era para dar pormenores de la obra y su valor, sino para explicar al visitante que el valor del cuadro “no dependía de que se encontrara en el museo” sino de otras cualidades en las que resaltaban los temas morales o efecto terapéutico. Algunas terminaban con frases o resúmenes muy breves, a veces verdaderamente crípticos, quizás con una intención mnemotécnica.
Entiendo que la filosofía, y en general la reflexión y el pensamiento se expresan sobre todo en palabras. Pero ¿es esta la única estrategia posible? De hecho, en su formulación, el proyecto parece asumir que no, que también la pintura y los objetos expuestos en un museo funcionan para ello¡. ¿Porqué entonces traducirlas necesariamente a palabras? ¿Para agregarles que? Esta es quizás mi mayor decepción frente a la propuesta de Bottom: terminó trasladando el libro de texto al museo, para ilustralo, y se olvidó de utilizar las obras para incentivar la reflexión o la terapéutica.
Qué bien, puedes compararlo con algunos de nuestros museos, que facilitan más la contemplación y la visión. extrañas cosas pasan en el primer mundo .