Desde que comenzamos a planear la estancia en Roma, después de que Domenico Fiormonte me invitara a pasar mi sabático en la Universidad de Roma Tres, uno de los temas que nos quitaba el sueño era la cuestión de la visa de mi esposa. Las regulaciones migratorias se han vuelto complejas y difíciles de entender. La respuesta de la embajada italiana a mi pregunta de cómo tramitar mi visa y la de mi esposa nos dejó asombrados y preocupados. En su respuesta, la embajada señalaba que yo podía tramitar la visa llevando cierta documentación. En cuanto a mi esposa, ella podía venir conmigo sin visa, pero sólo por tres meses, y no había ninguna otra alternativa.
Frente a esta respuesta que trastornaba todos nuestros planes, buscamos una opción. Yo soy ciudadano de la comunidad europea gracias a que mi madre era europea. En general, no uso el pasaporte europeo para viajar, porque bueno, siempre he preferido viajar y presentarme como mexicano. Pero en este caso, el pasaporte europeo parecía abrirnos una puerta, así que preguntamos si mi esposa podía viajar conmigo siendo europeo y permanecer seis meses en Italia a pesar de que ella no fuera de la comunidad europea y no tener una visa mayor a tres meses. La respuesta fue sí, “sólo” teníamos que tramitar un permiso de Soggiorno. Con esa lacónica respuesta, salimos del consulado italiano.
Comenzaron entonces los muchos trámites y la incertidumbre. Primero fuimos al consulado de España a solicitar el reconocimiento del matrimonio –que no lo habíamos hecho, de nuevo, porque aquello no nos interesaba especialmente. Había que certificar ciertos documentos, entregarlos y esperar. Eso hicimos. Mientras, mi esposa tramitó los documentos necesarios, mas otros como el de no antecedentes penales y apostillarlos, por si acaso lo solicitaban. Ni modo, uno actúa como mexicano juntando los papeles que hacen falta y los que no, sólo por si son necesarios.
El libro de familia nos lo dieron muy pocos días antes de nuestra salida. De hecho, retrasamos el viaje una semana para poder estar seguros de contar con ese documento. Con eso, es decir, un libro de familia y un pasaporte europeo y uno mexicano nos fuimos a Italia.
El primer incidente de que todo esto era más complicado de los que pensábamos tuvo lugar en el Aeropuerto, cuando a pesar de todo, la línea aérea no quería dejar viajar a mi esposa sino cambiaba su boleto con retorno a los seis meses, por uno que sólo fuera de tres. Con toda la adrenalina y coraje posible, tuvimos que cambiar el boleto en el aeropuerto, pagando por supuesto un sobreprecio.
Ya en Italia, comenzó la aventura de averiguar cómo obtener el permesso di soggorno. La información en la Universidad, como en los sitios web, era más bien confusa. Domenico, que resultó ser un magnífico Virgilio para ese Infierno, nos concertó una cita primero con alguien de la Questura del Vaticano, que estrictamente no sabía cuál era el procedimiento, pero que llamó al área responsable para obtener la información. El primer paso, según nos indicó, era empadronarme en el municipio. Y ahí nos dirigimos.
En la oficina municipal tuvimos nuestra primera experiencia intensa con la burocracia italiana. Aprendimos que al principio la respuesta es: “no”, “bueno no, sé”, “no lo entiendo”, pero poco a poco se va construyendo el camino para hacer el trámite. Como traía todos los papeles necesarios (y muchos innecesarios): el contrato de arrendamiento, el Código fiscal –que previamente había tramitado, todo el tiempo en compañía de Domenico-, la autorización del seguro que me da la Universidad de que me cubre en Italia. Lo único que faltaba era el registro del contrato, que para entonces mi casero ya había hecho, así que le llamé, me lo dio y en una misma mañana quedó resuelta mi inscripción, y la notificación de que estaba casado con mi esposa. Algo que luego resultaría importante. En el municipio me dijeron que en 45 días naturales pasaría un inspector al departamento a corroborar que estuviéramos ahí, con lo que quedaba cerrado el procedimiento.
Con el papel de haber comenzado el trámite, fuimos la siguiente semana por primera vez, a la Questura per gli stranieri.
El lugar queda a las afueras de Roma, en una zona un poco dejada de la mano de Dios, con varios predios abandonados alrededor donde esperan las prostitutas a los clientes a las 10 de la mañana. En la Questura, un edificio rojo muy venido a menos, Domenico descubrió ese día, que no hay baños para los solicitantes. Bueno, si los hay, son un grupo de cuatro o cinco baños portátiles cuyo estado, como se imaginarán, es más que lamentable. Nos dieron un número, pero las pantallas no funcionaban y había que esperar a que gritaran tu número en una de las ventanillas, a través de una bocina que distorsionaba todo.
Cuando nos llamaron y vieron los papeles, sobre todo el acta de matrimonio, nos pusieron cara. “Que que era eso”, “que eso no probaba nada”… Le mostramos entonces el libro de familia y, con cara de, “bueno, puede ser”… nos dio una cita para presentarnos nuevamente. Solo que el papel que llevábamos del municipio no era el que debíamos porque teníamos que esperar a que viniera el inspector para luego solicitar un documento oficial de que yo era ya habitante de Roma. Aquello desplazaba mucho el tiempo y no sabíamos si podríamos completar el trámite antes de que vencieran los 90 días que se puede permanecer en Europa sin visado.
Los días pasaban y no venía el inspector. Antes vino un cura, y un joven con propaganda comunista, a los que les abrimos la puerta ilusionados con que fuera el inspector. Pero nada. Perdimos la cita. Aquello nos ponía nerviosos. La idea de permanecer ilegalmente nos resultaba muy atemorizante y, como me es muy dado, yo que soy increíblemente aprensivo, me imaginaba cualquier catástrofe.
Poco antes de que se cumplieran los 45 días, un viernes a las 9 de la mañana, una inspector muy amable –y con nuestra ansiedad de por medio- verdaderamente fantástica, tocó. La hicimos pasar y le ofrecimos los documentos. Una semana después volvimos al municipio, solicitamos el documento debido, y fuimos por una nueva cita a la Questura.
Continuará.
Sobre todo su paciencia para narrar la “travesía”.
Así uno se da cuenta que en todas partes se cuecen habas…
Definitivamente, todo esto es cosa latina; no lo digo peyorativamente, simple detalle aprendiendo más…
Lamentablemente, muchas de estas reglas para la inmigración fueron introducidas por la UE. En este parte del mundo vivimos en una situación de temor, sospecha y menosprecio hacia los extracomunitarios, sin excepción. Eso explica también – sin justificarlo – la falta de comprensión y paciencia del aparato burocrático.
P.s. “stranieri” non stragneri!