La filosofía siempre ha tendido a ser profundamente disciplinar. En la academia este carácter disciplinar de la filosofía se acentúa porque sirve muy bien para guiar criterios de evaluación y definir estructuras académicas.
En lo personal, nunca me he sentido cómodo con la correa disciplinaria de la filosofía. Cada vez que hay que llenar un cuadrito, de esos que tenemos que llenar todos los días para registrar algo de nuestra vida académica, nunca encuentro el que describa con exactitud el ámbito de mis intereses. A mi, que me asombran las intersecciones, las fronteras, los bordes, que leo literatura pensando en filosofía, que me abruma el saber que todo tiene historia, que me gusta el cine, pero sobre todo la televisión y los deportes; y además, por sí fuera poco, las computadoras y la tecnología y los juegos de video, nunca he sabido exactamente dónde colocarme. Entre la ética, la estética y la filosofía de la cultura, ese cajón de sastre tan útil cuando uno no encuentra donde ponerse o en cualquier otra parte -hay días que entiendo de forma natural porque Foucault prefería llamarse historiador a filósofo.
Pero escribo esto no para quejarme otra vez de mi incapacidad para disciplinarme, sino por el asombro que me produce ver cuánto está cambiando mi perspectiva de la filosofía desde que hago humanidades digitales. Uno puede decir que las humanidades digitales son un campo de estudio o un conjunto de metodologías aplicadas a la investigación tradicional en humanidades, pero en cualquiera de los dos casos, la utilización del cómputo para el trabajo humanístico, es una transformación profunda, por la sencilla razón de que altera sus fronteras,
Hay una en particular que hoy mi interesa más que otras. Estamos acostumbrados a ver al filósofo como un autor, con las implicaciones que esto tiene. Reflexionamos sobre su biografía, su psicología, y lo buscamos incesantemente a través de sus textos. Esto se refleja no sólo en cómo indagamos, sino en cómo nos concebimos como filósofos: como autores de obras y libros de “largo aliento”. Uno de los efectos del tránsito de la pluma a la pantalla es la emergencia del problema del texto por encima del del autor, Un texto además que se descubre fragmentario, compuesto a saltos. Discontinuo. Porque entonces aparece otra imagen del filósofo, no sólo porque indaga trozos, sino porque él mismo los construye. Alguien que registra y comparte ideas, antes que alguien que cultiva parcelas de pensamientos.
Algo de este ocaso del filósofo como autor pasará por las formas disciplinarias de la filosofía. Habrá -hay- nuevos campos y nuevas parcelas que desdibujen o se añadan a las existentes. Y alguna, quizás, sea en la que me sienta cómodo.