Como suele ocurrir en un país donde las propuestas de transformación no vienen precedidas de un debate social, sino de los compromisos, las intereses y las limitaciones de quienes administran el Estado, la reforma al Sistema de bachillerato tomó completamente por sorpresa a la comunidad filosófica. Sólo tras la publicación de los acuerdos de la Reforma Integral del Bachillerato –que fue discutido, como ha dicho el subsecretario Miguel Székely, con todos los niveles de las autoridades, (aunque desgraciadamente no con las comunidades educativas, error frecuente en la que los administradores confunden consigo mismos a las comunidades que administran)-, los filósofos supimos de la decisión de no incluir las humanidades como una de las competencias disciplinares básicas que “expresan conocimientos, habilidad y actitudes que se consideran los mínimos necesarios… para que los estudiantes se desarrollen de manera eficaz en diferentes contextos y situaciones a lo largo de la vida”.
La decisión ha sido asumida por la comunidad filosófica, quizás más como una arma de propaganda que como un diagnóstico claro de la naturaleza de la reforma, como la literal desaparición de la filosofía del bachillerato, y ha reaccionado a esta amenaza exigiendo justamente ser tomada en consideración en una transformación de ese calibre.
Confieso que, sorpresivamente, la comunidad lo ha hecho de manera bastante articulada, encabezada por las asociaciones y grupos que, por primera vez, quizás en décadas, parecen haber adquirido una razón de ser. Sólo que, en contraste, lo están haciendo a mi juicio equivocadamente, a partir de generalizaciones carentes de imaginación y simples lugares comunes tomados del humanismo, por que tienden más a la defensa de un estado de cosas, que a propiciar una transformación en la enseñanza de la filosofía y del bachillerato.
Esto es un reflejo fiel, a fin de cuentas, de un quehacer filosófico complaciente, alejado de las innovaciones –didácticas, tecnológicas, de colaboración-, desinteresada del trabajo de su propia comunidad, filosófica y social, demasiado ávida de reconocimientos, que se ha petrificado en la defensa de “autores”, “temas”, “corrientes” que se defienden como territorios, y que en muchos casos ha sido llevada (por la administración de la ciencia, con algunos seguidores entusiastas) a satisfacer una comunidad internacional, sin satisfacer antes a la suya propia.
No es del todo claro que la reforma suprima la filosofía –algo que ha dicho varias veces el subsecretario- sino que coloca a las materias filosóficas bajo la competencia genérica de las ciencias sociales (sin hacerlo expresamente), y se les asigna una función transversal bajo esos nombres de moda como cuidado de sí, pensamiento crítico, valores y ciudadanía, en lugar de la nomenclatura tradicional de la filosofía. En última instancia, a la filosofía y a las competencias humanísticas, se les asigna un lugar dentro de la reforma que no parece implicar tanto su desaparición total, como un cambio sustantivo en el lugar otorgado y en la función asignada en la formación de los bachilleres. Se le puede ver como una degradación y una dispersión, sí, pero también como un cambio que implica dejar de comprenderla como disciplina, para hacerlo como formadora de competencias básicas para la formación de otras disciplinas. Es decir, la reforma no estima centrales los contenidos tradicionales que enseña la filosofía, sino lo que se supone que en realidad enseña: a pensar, a cuidar de sí mismo, a interesarse por el mundo, la belleza, la verdad, el bien y un largo etcétera.
Pero los filósofos salieron a la defensa de la disciplina y de los contenidos disciplinares, sin acusar recibo de que en parte, la reforma es un reflejo de la insignificancia real que tiene la “formación humanística”, tal como se ha impartido desde hace un siglo en México. Evocaron a Vasconcelos y a Caso, como autoridades de un proyecto cultural y educativo que hace rato que no existe ni se practica. Apelaron también a la antigüedad de tres mil años de la filosofía y a la autoridad de la UNESCO que la reconoce como esencial, para conmover a las autoridades de la SEP. Amenazaron con que México se volvería un país menos culto (¿menos? ¿Es eso posible?) sin ella. Y todo para defender las plazas de los egresados de filosofía, y las ruinas, me temo, de una filosofía de manual mal enseñada. ¿Por qué no haber discutido mejor su transversalidad? ¿Por qué no haber discutido mejor el situarla en función de las competencias que son el núcleo esencial de su enseñanza? ¿Por qué no buscar el modo de potenciarla en lugar de solo conservarla?
Si alguien cree que “la filosofía y las humanidades son las disciplinas que en verdad forman, de manera que quitarlas es cortarle el corazón mismo o la raíz misma a la educación”, ¿no tendría sentido encontrarles un lugar donde verdaderamente lo hagan?
Y algo parecido puede decirse de los que piensan que las disciplinas filosóficas son la vía para “tomar conciencia de los fundamentos de la autodeterminación crítica y ética de la tecnología, la economía y la política del país”. ¿No convendría encontrar una forma en que de verdad lo hagan? Porque hasta ahora, ni en el primero ni en el segundo caso, lo han hecho.
Pero todos pueden estar tranquilos. No veo en realidad, por qué la SEP no termine por aceptar que “sobreviva” la filosofía como disciplina, ni incomoda ni estorba; además, iba a sobrevivir porque la reforma no obliga a ninguna institución a dejar de impartirla, y la costumbre es la costumbre. De lo que ya no estoy tan seguro es que la filosofía logre sobrevivir a sus filósofos, y cambiar la opinión que la sociedad tiene de ella, si se mantiene exactamente igual como hasta ahora.
En todo caso, hay que esperar que la defensa venga acompañada de una propuesta de transformación en la enseñanza de la filosofía. ¿No es este en realidad, el verdadero pendiente?