Los filósofos han hecho su historia de una forma que hay que observar con incredulidad y suspicacia. En principio han fijado su atención de manera predominante en la adscripción de los pensamientos (ese complejo amasijo de ideas, conceptos, reflexiones, que se asumen vertidos en textos), a sus autores. De ahí, han pasado a generar identidades –la filosofía platónica, el epicureísmo, el neoplatonismo, la filosofía kantiana, etcétera- que funcionan como acontecimientos históricos únicamente porque son dados en función de la vida de un autor y no en su formación como identidades, pues estas parecen habitar una suerte de presente continuo, en el cual se mantienen aparentemente sin cambios a lo largo de los siglos y permiten el imaginario de “un diálogo siempre vivo” con los autores y sus ideas. Así, por ejemplo, Juliana González se propone que:
El pasado puede importar así –y de hecho importa realmente- por lo que nos dice a nosotros, a la vida de hoy. Pero no nos significaría nada tampoco, no nos ofrecería nada nuevo, si lo que “nos dice” no fuera también verdad suya, y si no hubiera asimismo una apertura nuestra, si no saltáramos también por encima de nuestro tiempo y circunstancia hacia su efectiva alteridad. Sólo entonces somos afectados y fecundados por las creaciones pretéritas, ampliándose nuestro propio horizonte temporal. Nos enriquecemos en y por las diferencias, a la vez que consolidamos las intrínsecas semejanzas y la íntima vinculación de los tiempos. Reconocemos con ello nuestra efectiva permanencia histórica por la cual (como lo sabe la conciencia dialéctica desde Heráclito) somos y no somos los mismos, cambiamos y permanecemos a la vez.
¿Cómo explicarse de otro modo la inagotable vigencia de las obras clásicas que con nuevas y perennes significaciones nutren todas las edades? ¿Cómo explicarla si no es por esa decisiva inter-penetración de los tiempos, por la cual el pasado y el presente se condicionan y esclarecen recíprocamente?
Esta dicotomía, por la cual, las ideas filosóficas tiene una historicidad dada por la temporalidad de sus autores y una fluida continuidad por virtud de la verdad que transportan, crean la falsa impresión de que las ideas mismas no tienen historia. Que viajan por el tiempo incorruptibles, sin agotarse nunca, sin cambiar de rostro, sin apenas alterarse. Las ideas platónicas, el imperativo kantiano, la dialéctica hegeliana, el placer epicúreo y tantas, tantas otras ideas, seguirían un transcurso estable, inmutable, perenne, siempre idénticas a sí mismas.
Para esta historia de la filosofía, las épocas constituyen también una identidad formada a partir del predominio de ciertas ideas, que definen su carácter. En Luis Villoro, por ejemplo:
Las ideas básicas que caracterizan una época señalan la manera como el mundo entero se configura ante el hombre. Condensa, por lo tanto, lo que podríamos llamar una “figura del mundo”. Una figura del mundo empieza a brotar lentamente, en el seno de la anterior. Primero es patrimonio exclusivo de unos cuantos, luego se va poco a poco generalizando hasta convertirse en el marco incuestionable de la época. Una vez que se ha vuelto predominante, si algunos empiezan a impugnarla, puede tratarse de resistencias del pasado o de fenómenos disruptivos pasajeros, pero puede ser anuncio también del ocaso de la época. Porque una época histórica dura lo que dura la primacía de su figura del mundo.
Con las épocas ocurre, pues, lo mismo que con las ideas filosóficas. Están atadas a la temporalidad por los autores que las encarnan, pero permanecen unidas al limbo de la atemporalidad porque conservan el carácter verdadero de un periodo determinado. Así, la antigüedad tardía, la escolástica, el racionalismo, la ilustración, son identidades meta-históricas por las que se conjuntan las ideas de los hombres que viven en un momento determinado y con los que podemos dialogar como si “saltáramos desde nuestro tiempo”.
Esta extraña relación que ha querido mantener la filosofía con su historia, por la cual se mira dentro y fuera del cause del tiempo, obedece por supuesto a una forma de pensar la historia y una manera de concebir la filosofía. A final de cuentas, lo mismo las ideas platónicas –como el término que describe una forma de concebir a las ideas por Platón- , que la Edad Media –como la categoría histórica que describe un periodo determinado de tiempo- son objetos históricos. Tienen, pues, una historia y ésta es reveladora de la contingencia que le da cuerpo a cada una de esas identidades en el tiempo. Muestra la imposibilidad de fijar un pensamiento ya sea de un autor o de una época, en una identidad inamovible, pues esa identidad está sujeta al paso del tiempo. Una historia de la historia de la filosofía, y un recuento histórico de sus objetos más comunes, es todavía una tarea pendiente.