Ernesto Priani

Filosofo enamorado

El filósofo enamorado I

La figura del filósofo enamorado es extraña. Y lo es, no tanto porque los filósofos no se enamoren –en el nombre, filósofo, está ya supuesto el amor- sino porque el enamoramiento del filósofo es muy distinto al de los demás. Para empezar, el filósofo no puede enamorarse como el poeta –y en general, como la mayoría de los hombres-, pues no está bien que se vea envuelto en el entusiasmo producto del deseo por el otro, al que se busca por fines que en general considera menores como la amistad, el placer o la generación. El filósofo en realidad se reserva para amar algo que se quiere notablemente más alto, más legítimo, mejor y más hermoso que todo eso: la verdad, lo divino, la belleza misma, la perfección de las cosas. Ejemplos de esta renuncia del filósofo por el amor menor, por el amor de la Venus terrestre abundan. Uno es este pasaje de la introducción a los Heroicos furores en donde Giordano Bruno declara que:

“Pretendo que las mujeres sean amadas y honradas como es justo que amadas y honradas sean las mujeres; en la medida y proporción, por tanto, de su poquedad, de movimiento y la ocasión, ya que no tienen otra virtud que la natural…”

No es por eso extraño que casi no encontremos en la larga historia de la filosofía relatos que abunden en el enamoramiento mundano del filósofo. Excepciones hay, claro, y por ejemplo, Lucrecio es uno del que se dice que había pedido la razón por amor –aunque se sospecha que esa locura erótica fue producto, en realidad, de una pócima mágica. Hay otros casos, como el de Kierkegaard en que el relato del frenesí amoroso acaba por constituir ejemplo de ascesis filosófica. Qué extraño que sea precisamente aquel que tiene por vocación el amor, quien lo desprecie. Al final, ¿cuánto no hemos perdido filósofos por eso?

El filósofo enamorado II

Los platónicos han dicho siempre que hay dos Venus y que por eso:

Esta belleza de los cuerpos el alma del hombre la aprehende por lo ojos; y esta alma tiene dos potencias en sí: la potencia de conocer, y la potencia de engendrar. Estas dos potencias son en nosotros dos Venus; las cuales están acompañadas por dos Amores. Cuando la belleza del cuerpo humano se representa ante nuestros ojos, nuestra mente, la cual es en nosotros la primera Venus, concede reverencia y amor a dicha belleza, como a imagen del divino ornamento… (Marsilio Ficino, Sobre el amor)

Y es que para los filósofos el amor no es, o no debería ser, sino como aquel principio que lleva a las cosas más altas. Como el amor de Alcibíades por Sócrates, que no se basa en las apariencias, pues este:

“Decía aquel que así era Sócrates (como el Sileno) porque, viéndolo por defuera y estimándolo por su exterior apariencia, no hubiese dado por él ni un aro de cebolla, hasta tal punto era feo de cuerpo y ridículo de porte… Mas, destapando esa caja, hubiese hallado en sus adentros una celeste e impagable droga: entendimiento más que humano, maravillosa virtud, coraje invencible….” (Rabelais, Gargantúa).

Y pues, así, los filósofos están condenados a amar: despertando como Sócrates el amor por las cosas más altas, ofreciéndose a sí mismos como señuelos. La esperanza está puesta en que no se ame lo exterior sino lo que el filósofo esconde tras esa imagen contrahecha: una virtud maravillosa…Pero y qué pasa con Sócrates, ese médium. ¿Ama él a Alcibíades? Y si lo hace, ¿lo hace por su apariencia, como piensa Foucault? Y, si es así, ¿qué siente cuando éste lo desprecia por la virtud? ¿Que siente cuando lo deja atrás queriendo en él algo que no es es su apariencia? Y esta bien podría ser la tragedia del filósofo: despertar en otros el amor por lo alto, sin ser él nunca, realmente amado.

El filósofo enamorado III

Aseguraba yo que la tragedia del filósofo es despertar en otros el amor por lo alto, sin ser él nunca, realmente, amado por sí mismo.Con la ambigüedad propia de quien se aproxima a un misterio, Livi responde que quien es como Alcibíades, puede “amar lo divino sin amar a su iniciador, o puede amar lo divino y lo profano que hay dentro de él.” Y concluye “Dejemos a los hados hacer su labor.”Pero, ¿qué es eso profano del filósofo? O, quizás, mejor, ¿qué es eso divino en él?Porque Livi cree que el filósofo está sustancialmente constituido por lo sagrado pero yo estoy confundido. Pienso en Giordano Bruno, por ejemplo, quién dice que los filósofos, poseídos por el furor erótico son ellos: “… más dignos, más potentes y eficaces, y son divinos… (en ellos) se considera y se ve la excelencia de la propia humanidad” (Heroicos Furores, Diálogo III).Pero esta divinidad del filósofo en Bruno significa una ruptura con lo que hay de mundano en él. De hecho, el problema es que el ascenso hacia lo sagrado –aunque yo prefiero los términos hacia lo “alto”, hacia la “luz” o hacia la “verdad”- está siempre mediado por una suerte de ascesis. La verdad no se alcanza sino mediante el autocontrol. Hay, el filósofo y el que aspira a la filosofía, ha de renunciar de alguna manera a lo profano –en aras, claro de no profanar el silencioso santuario de lo que persigue.Y nos topamos aquí con un nuevo callejón sin salida. El filósofo no puede dejar que los hados hagan su labor porque eso sería tanto como renunciar a la ascesis que es a la vez la puerta de entrada a la luz.Así, oscurece su camino aquél que cree que se puede amar a la vez lo profano y lo divino, y no sólo lo divino…Lo contrario es caer en la tentación de hacer del filósofo objeto de posesión, él mismo, y no medio para poseer lo que en realidad se busca. Así, de nuevo, el filósofo ha de renunciar al amor, sobre todo, a la inmediata pasión corporal, como precio a pagar para la contemplación.Pero debería, podría ser de otro modo. ¿No?

 

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