Era la tarde del 29 de agosto de 1969. Mi padre había vuelto de un viaje de dos meses por Europa. Traía consigo unos libros largos y delgados, de pasta dura. Esa tarde, sentada mi hermana junto a él y yo parado a sus espaldas, nos dejamos llevar por la lectura de la historia de unos galos irreductibles que combaten hoy y siempre al invasor.
Desde esa posición privilegiada, en donde podía mirar las caricaturas mientras mi padre iba leyendo, fui viendo como tomaban vida y aparecían personajes que, sin saberlo, terminarían por darle más forma a mi vida de lo que quizás es posible reconocer.
Aquel libro era la Hoz de oro, donde Asterix y Obelix han de viajar a Lutecia, gobernada por un aburrido y obeso romano, con la intención de comprar una hoz que Panoramix necesita para preparar la poción mágica. El otro libro que aquella vez trajo mi padre era la Vuelta a la Galia, donde los dos guerreros galos recorren su país para ganar una apuesta a un enviado de Julio César.
Pero más allá de las aventuras y de la fascinación por un héroe pequeño, bigotón y con trenzas, más parecido a mi, digamos, que Mikey Mouse o el Pato Donald, con las aventuras de Asterix vino el descubrimiento, inagotable todavía hoy, del mundo clásico y de su transmisión en el presente, con humor, ingenio e inteligencia.
Asterix me acercó no solo a la historia, también a la cultura clásica como un conjunto que podía ser, no venerado como una escultura intocable y frágil que se daña con cualquier cosa, sino vivido y transformado en eso que soy y vivo, entreverándose cada día en mis cosas, reviviendo y reinventando con lo que está aquí y es presente. Me enseñó, pues, que la cultura no hay que simplificarla para que otros la comprendan, sino hacerla vivir en lo que todos comprendemos.
En 1974, mi último año en la primaria me decían la mosca –las razones son, por supuesto, inconfesables. Para despedirnos y como recuerdo de nuestra primara, todos hicimos un dibujo de cada uno de los compañeros. Alejandro Chau, mi maestro, hizo este:
Elocuente, ¿no?