Ser filósofo significa renunciar a la comprensión de los demás. Y esa renuncia es a la vez un tormento:
“Debo confesar –escribe David Hume- que me asusta y confunde el desamparado aislamiento al que me reduce mi filosofía. Cuando vuelvo la mirada a mi interior y no hallo sino duda e ignorancia.”
Y es que, en efecto, conforme uno se va cruzando con miradas de desinterés o de incomprensión mientras intenta ir a fondo con el pensamiento, más tiende a confundirse y asustarse: “¿realmente dice algo todo este silencio al rededor?”
Lo que prevalece, en realidad, es una tensión: el filósofo desea ser comprendido a pesar de que no le sea fácil hacerse comprender. Por eso en occidente hay una tradición filosófica que ha convertido esta renuncia en una suerte de vocación hermética y otra que ha preferido la reflexión abierta, en ocasiones a costa de su profundidad. Si bien las dos son, en realidad, espejo de esa inquietud profunda que produce la indiferencia y el deseo de decir.
En lugares donde el filósofo no tiene reconocimiento social, este dilema es en ocasiones más radical. El silencio o la comunicación se vuelven dos posiciones a la vez de defensa y de ataque, para sostener la elección de una vida filosófica.
El caso es no rendiste nunca. Saber que uno es, como diría Giordano Bruno, uno de esos individuos que “…en virtud de su mente despierta, alcanza una sabiduría más profunda, de suerte que no sólo resta inmune a las turbaciones de los necios, sino al temor mismo del vulgo: no cree en lo que éste cree, no teme lo que a este conturba, desprecia lo que él ambiciona.”
Pero también, no renunciar a la palabra y callar. No ceder la voz a los ignorantes ni a quienes la urgencia del presente les cierra la vista. Al final, es bueno pensar con Salutati, aquello de “No creas que huir de la gente, evitar la vista de las cosas placenteras, encerrarse en un claustro o apartarse a un yermo constituya el camino de la perfección”.