Ernesto Priani

Hugo Hiriart y Fragmentos del diario de un filósofo

En la semana fui a un examen de doctorado de una querida amiga mía. Entre los asistentes se encontraba Hugo Hiriart, uno de los escritores mexicanos que más admiro por su ingenio y capacidad creativa. Formado como filósofo, pero sobre todo literato y dramaturgo, Hugo Hiriart nos ha regalado ensayos, novelas obras de teatro y tratados filosóficos que no tienen desperdicio.

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Con el recuerdo de haberlo visto en el examen, decidí buscar algo suyo para leerlo y hacer una Ráfaga de Pensamiento. Me encontré con este fragmento del diario de un filósofo, que bien podría haber mi diario, dado mi interes por Ficino y por Pico, pero que en todo caso refleja muy bien una impresión de ser filósofo en México: vivir en un mundo que se toca, apenas, con el de la calle.

Los dejo con él.

 

Hugo Hiriart. Fragmentos del diario de un filósofo.

“El hombre, definió el neoplatónico renacentista Marsilio Ficino, es alma racional que participa de la inteligencia de Dios, pero que se sirve de un cuerpo.” Así, frente a mi, al mando de un carro semejante en la forma al de helados, pero cuyo fondo eran hotogs, estaba una criatura de estas capaces de participar del intellectus divinus. Esta entidad gemía extrañamente mientras hundía la cuchara en el pote de mostaza y la desparramaba sobre la salchicha. Percibí inmediatamente que entre suspiros miraba con atención algo situado detrás de mí (a mi dorso), así que, mordisqueado el hotdog que acababa de perfeccionarme el suspirante con unos chiles, me volví en intento de capturar el objeto de sus quejas: podría ser una de cuatro sustancias (en el sentido aristotélico del término): un perro resultante de apareamientos azarosos y careciente de señor, un camión recolector de basura, un individuo parecido a Kant cuando ya lo había atacado la idiocia o una criatura análoga a un macetón que ostentaba los atributos desbocados de la llamada Venus de Willendorf. A fin de resolver la cuestión dispuse de la astucia pragmática de seguir la como pista la mirada de ese “centro del universo” del que hablara Pico della Mirandola en su inmortal Oratio de homninis dignitate, y pude verificar que el objeto de su visión era la mujer cuya índole antropométrica se relacionaba impúdicamente con lo esférico –aunque, en verdad, se quedaba muy lejos de la suprema perfección de ese maravilloso que es tangente al plano sólo en un punto-. Ella era la causa (en sentido lato) de sus gemidos. Mire aquello que podíamos determinar metafóricamente como pelota y me dije a los oídos del alma (dianoia): “así que era eso, la lujuria, lo que hace presa de este desdichado arrastrándolo a la bestialidad. Recordé que tártaro (o hades, voz griega para nuestro infierno) parece provenir de una palabra que significa perturbar; y, en efecto,  el homo sapiens aquél era el viviente cuadro clínico del perturbado rodando por la pendiente de su fisiología, regodeándose en su facultad de procreación (potentia generations), aplastado en el alma inferior (anima secunda). En esa mediación me hallaba, cuando la masa de materia –tendida ella misma entre el ángel y el animal- realizó un movimiento de torsión, volvió la cabeza, prendió al expendedor de alimentos y con toda su boca generable y corruptible, sonrió. El abismo llama al abismo –por medio de insinuaciones y caricias-. La perturbación del infeliz creció hasta el paroxismo: su enajenación era tal que no acertaba a condimentar el segundo hotdog que mi golosinear exigía. La voluntad de la especia, desde sus pantanos remisos a la inteligencia, pugnaba por expresarse traduciéndose (por decirlo así) en actos aún más intencionados y distinguibles. El desenlace de este nudo dramático hay que atribuirlo al deus ex machina que significó la patencia de un taxi: la pródiga dama lo abordó toda ella (que ya es decir) hecha un nudo de dificultades y resoplidos, no sin antes practicar otra irresponsable torsión acompañada de sonrisa. La carne es triste: el esclavo de las pasiones exhaló bufidos melancólico y lastimeros, hizo caer una lluvia desproporcionada de cebolla sobre el pan caliente y, entre el infinito pasado e infinito porvenir, me preguntó (cómplice, intersubjetivamente) “¿La vio, la vio?, y todavía alzó la cara para estar en posibilidad de memorar cómo se alejó aquella sonriente res extensa. “La desesperación, recordé que dice Hegel, es la última manifestación de la soberbia.” Tranquilizado por el aforismo acabé de engullir mi manjar.

Tomado de Hugo Hiriart. Disertación sobre las telarañas. Martin Casillas editores, México 1980

 

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